Lotavianos


INCENDIOS

 

     La estancia, silenciosa como una almáciga de secretos, olería a flores vírgenes. Un ramo de rosas rojas, carnal frente a la ventana; la tarde, filtrándose entre los pétalos, incendiaría el aire. Gloria embelesada ante la luminosidad rojiza, embriagada por el perfume floral, suspendida en medio de todo aquel derroche de luz y olor. Así sería el hechizo del territorio de Germano Ojeda: luz y olor. Olor y luz. Y las explosiones de su corazón, latiendo bajo su pecho blanco, blanco, bajo su frente y sus muslos. Un lecho de rosas rojas y luz, bajo la ventana. Gloria gozaría la espera, sí, habría que esperar en el centro de la estancia, soñaba con ser ella quien esperase; a través de su piel desnuda escucharía los matices y el perfume del aire, olería sus suspiros, se figuraría las caricias. Así sería: una espera anhelante y olorosa, rojiza, silente como los mimos arrebatados que principiarían en cuanto su jinete llegase. ¿Qué cosa la avisaría?

 

 

 

 

LUGARES  PROPICIOS AL AMOR

 

     Efegüe no creía en el amor a primera vista, Isora no había entendido nunca qué podría significar la expresión enamorarse de un flechazo, pero… ¿qué fue aquello que ocurrió cuando sus cabezas entrechocaron en la cancha? Después de todo, no se habían visto antes, Isora no vio aquella mole que se le venía encima, Efegüe no vio aquella insignificancia que iba a arrollar. Cuando se ayudaron a levantarse, ahí sí fue la primera vez que se vieron, y ya todo había pasado. El amor fue un suceso que sus ojos no ocultaron. Sin embargo…, una flecha hundida en sus corazones los habría matado, se decían a veces, y ellos se sentían vivos, mucho, después del primer beso en el mirador frente al océano, cuando aprehendieron el sentido de la franja cárdena de los enamorados. Y se decían que había mucho que soñar, y no querían soñar mil veces las mismas cosas.

 

     Después, los paseos discurrieron por lugares propicios al amor. Abundaban ahora en la ciudad, porque su amor había dejado de pertenecer a la especie cándida para devenir un sentimiento desinhibido, pródigo en gestos apasionados, pretendiente de lo carnal. Sus sueños, infinitos como el cosmos y bellos como la más bonita de las sonrisas, se materializaban en abrazos públicos, frecuentes, pausados o premiosos, tácitos anticipos de lo venidero, para ello cualquier rincón de Lotra valía como escenario. Cualquier hora, el momento adecuado.

 

 

 

 

HOMBRE CON TRAJE ROJO

 

     A la hora de la cita se acerca al embarcadero, donde ya se han reunido algunos componentes del comité solidario. Se siente más cómodo con el traje rojo que con estos pantalones vaqueros con formas acampanadas, con este polo a listas, con estos tenis ajados. Éste es el uniforme que le corresponde al oficio de hoy. En la jovialidad con que lo reciben sus compañeros se reconoce que aprueban su atuendo. Uno de ellos, sin embargo, discrepa arguyendo que con el traje rojo hubiera llamado más la atención, hablarían de él en los medios. El desahucio del travestido, escribirían. Enseguida se expresan diversas opiniones y sus correspondientes matices, discusión que poco a poco deriva hacia las estrategias y las consignas convenientes. El trayecto en transbordador es rápido; veinte minutos hasta el atracadero de San José. En la cubierta, los pasajeros están pendientes de La Pared, el colosal farión que cierra la ensenada del Conde de Tería y une las dos regiones de la isla, expectantes por ver el eventual destello en su cumbre, este buen augurio que todos en Lotavia aspiran a experimentar. Y ocurre, allá arriba, en el letime, un instantáneo fulgor, que regocija a todos. Incluso a esta corte de activistas (unas quince personas provistas de accesorios de protesta social, con banderas y pancartas, con equipos parlantes y cacharros ruidosos), a esta comitiva por una mejor sociedad, a estos valedores del materialismo dialéctico, los alborota el acaso de un coche y de un rayo de sol en la sinuosa carretera de La Pared. Paradojas de la vida, es lo que piensa Antonio Reyes. Él no dice nada, pues no es supersticioso, si bien le sigue inquietando la superficie turbia del mar: un presagio opuesto. Siente que algo terrible está a punto de suceder.

 

 

 

 

ARMINDA Y EL COFRE DEL ESPOSO DIFUNTO

 

     Fulgencio encontró la excusa para demorar su estancia junto a Arminda. […] Ganaba así casi un mes. Ya en la primera semana Arminda y Fulgencio encontraron oportunidades y rincones para esconderse y declararse su amor.

 

     Se encontraban en los tabacales, se tumbaban entre las matas, y ni su olor ni su roce pegajosos eran impedimento para retozar sobre la tierra; se encontraban en los secaderos donde ni la temperatura asfixiante ni su propio sudor los conminaban a interrumpir sus diversiones; se encontraban en los escondrijos más recoletos de los amplios jardines que los envolvían con complicidades aromáticas o en los recovecos de la propia casa. Al principio eran citas urgentes y temerosas en las que no se atrevían con la consumación carnal más allá de caricias y besos de novatos, pero luego, al mismo tiempo que se les iba afianzando la certeza de que no serían descubiertos, se intensificaba la necesidad de traspasar esos límites y convinieron en que una noche Fulgencio se atrevería a penetrar en los aposentos de su amada escurriéndose por los corredores a mitad de la habitual velada, afrontando también el riesgo de ser sorprendidos. En la primera cópula ambos se revelaron vírgenes. Lo de Arminda era palmario por las evidencias fisiológicas, pero, para ser creído, lo de Fulgencio exigía una confianza plena por parte de Arminda. La franqueza de él en declararlo y la lealtad de ella al admitirlo constituyeron tanto una marca del carácter del isleño y de la mulata como un indicio de la pujanza con que se fraguaba su relación. La clandestinidad, al principio, añadía enardecimiento a sus citas, pero según se acercaba la fecha en que Fulgencio debía partir sin más demora, las fue contaminando de melancolía, sobre todo al alba, en el momento de la separación. Hasta que una mañana decidieron que querían trasladar su pasión a la luz del sol y al resto de sus vidas, así que tendrían que casarse. Al mismo tiempo ambos eran conscientes de que con toda seguridad su deseo sería denegado por Dominguitos, toda vez que en ese periodo no solo se había ido acrecentando su amor, sino también las discrepancias ideológicas entre los dos hombres. También sabían que doña María del Cazo se opondría, puesto que Arminda conocía la voluntad de su madrastra de que ella los cuidara en la vejez.

 

     Ante la previsible negativa de los padres, actuaron como los insensatos enamorados que habían sido desde que se conocieron: sin siquiera haber intentado obtener el consentimiento para su matrimonio huyeron a Palma Soriano. En cuanto se instalaron en Belar Mío, Fulgencio Amador consiguió que un sacerdote oficiara su boda para poner fin a su relación pecaminosa y al escándalo que podría perjudicar su fortuna y su dicha.

 

 

 


Quién como yo


*

 

     Desde su exacto centro, Leandro Soto contempla el Corro de los Volcanes. Anoche, al descubrir este paraje en un mural del hotel donde se aloja, otro calambre le atravesó el abdomen. Ahora, frente a ellos, comprende que el dolor fue un aviso: estas montañas de morfología tortuosa que abrazan un circo de lavas son un trasunto mineral de sus entrañas dolientes. Desde aquí un desolado malpaís se expande hasta cerrarse en un sistema de lomas superpuestas de las que emergen cinco conos que parecen danzar de la mano y cuyos perfiles desdibuja la calima que asedia el archipiélago. Así pues, el malpaís está aislado; solo lo une al resto del territorio insular la calzada que lo atraviesa y supone la única recta en este paisaje de medallones de lava cordada que se repiten como en un juego de espejos enfrentados y supone, también, la única posibilidad de escapar de esta trampa. Del mismo modo, solo un propósito vincula a Leandro Soto a la vida.

 

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 *

 

     Anoche, cuando empujó la puerta del cajero bancario de la Avenida de la Costa que le suele servir de dormitorio, el cubículo no estaba vacío. Es el embate pestilente que percibe en el interior lo que lo avisa de que el lugar está ocupado, antes de entrever en la penumbra, detrás del batiente acristalado, el bulto tendido en el suelo. Se encuentra demasiado borracho para buscar otra habitación donde pernoctar. De él no puede decirse que ande bienoliente. Hace más de un mes que no se pasa por los baños del Centro de San Vicente de Paúl de la calle Santa Petra, por más que los voluntarios lo han amenazado con que o se ducha y se afeita de cuando en cuando o no le dan comida, pero sabe que se trata solo de un amago; de manera que se acerca por allí cuando lo cree imprescindible. Su piel está ennegrecida por completo, cubierta de una costra de mugre y ni siquiera él mismo puede determinar si es la piel lo que transmite su hedor a la ropa o viceversa, ya que no recuerda cuándo la cambió por última vez, rechazando como suele las prendas que de continuo le ofrecen los de San Vicente. El cabello y la barba, que se conservan negros a pesar de sus más de cincuenta años y del maltrato, están enmarañados y rezuman sustancias grasosas y malolientes y son más que otra cosa la causa de su enfrentamiento con el voluntariado de la beneficencia.”

 

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 *

 

     Mi padre siempre ha desvariado. Mis recuerdos más remotos reproducen mi llanto cuando él se acercaba; por fortuna, nunca pretendió cogerme en brazos, no era el estilo de los padres de entonces. Sentía un terror congénito hacia él, un terror que se fraguó desde antes de mi nacimiento, tal vez en el caos de la concepción, o antes. Mi infancia está salpicada de episodios espantosos; algunos persisten en mi memoria. Solía obligarme a que lo acompañara al campo; allí me hacía trabajar hasta que mis fuerzas desaparecían, y entonces me insultaba para que siguiera trabajando, alguna vez llegó a golpearme. Otra imagen indeleble: mi padre me azota a cintarazos porque, por algún motivo, no quiero bañarme un sábado en la palangana de aluminio cuya agua sirve para todos los hermanos. Siempre fue intratable y violento. Nos regañaba por todo, no lo recuerdo nunca alegre ni satisfecho, […] nunca tuvo una palabra amable ante mis progresos en la escuela, mi éxito en el instituto, no me alentó a los estudios universitarios, más bien reprochaba que me fuera a estudiar en vez de quedarme a contribuir a la economía familiar como habían hecho mis hermanos mayores. Se quejaba de todas las cosas, de lo poco que rendía el campo, de sus dolores, del poco caso que le hacíamos. Jamás se mostró interesado por mi vida en Cáceres, por mis nuevas amistades, por las chicas que conocí; al contrario, me ridiculizaba por lo que denominaba mis humos de señorito, se mofaba de mis proyectos. Es cierto que su inquina empeoró cuando murió aquel amigo. Ahora dices que creía que yo lo había matado. Que utilicé una jeringuilla para envenenarlo.

 

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...En el aire queda


EL BARCO

 

     Severia do Laubro Fileira era portuguesa, o lo fue, como afirmaba con una sonrisa desprovista de nostalgia. Hablaba con corrección el castellano, salvo inofensivos y graciosos errores léxicos y una atemperada tendencia a cerrar las vocales. Cuando hablaba del pasado, no se refería a sus vivencias propias, sino al devenir de su país, del que había sido su país; en la Historia portuguesa se remontaba con gran despliegue de fechas y acontecimientos hasta los lusitanos de Viriato y la conquista romana, pero conocía muy poco de lo acontecido a partir de la Revolución de los Claveles de Spínola y los demás capitanes, porque en 1975 se marchó de Portugal y ya no había regresado; nunca aclaraba los motivos de esa salida; de esa huida, sin duda, como Anselmo no tardó en calificarla. Apenas aludía a sus parientes, los padres, una hermana y su esposo, varios tíos, dos primos junto a los que había crecido...; hablaba de ellos con el desapego de quien nombra a sus superiores o subordinados en el trabajo, a lo sumo hablaba de ellos con la misma escasa emotividad que la que dedicaría a los personajes de una historia ajena y banal, como si en ningún momento hubiesen pertenecido a su propia vida. Sobre todo a Anselmo Damas le resultó desmedido que ella incluso ignorase cuándo habían muerto los padres, o si acaso aún vivían, porque tal abandono era opuesto a su propio afán por saber de su padre y al dolor por la madre que moría en sus brazos. Una vez Severia mencionó a un pretendiente; Anselmo Damas apreció que fue un descuido, porque ella calló y se ruborizó y ya no hubo nunca ningún otro recuerdo para ese hombre. Suponía Anselmo Damas, cuando pensaba en ello en los posteriores viajes en barco, en su casa desocupada, en el despacho que le habían usurpado, colegía que esa relación escamoteada era la causa de su retiro en Érica. Severia pertenecía (perteneció, precisaba ella sin pesadumbre) a una de las más distinguidas (rancias, puntualizaba ella con dulce sarcasmo) familias portuguesas, editores más por fervor que por necesidades económicas; por tradición, en todo caso, pues su linaje aparecía vinculado a la imprenta desde el reinado de Juan de Braganza. Habituada al lujo y al trabajo, lo abandonó todo y se vino a Érica, después de haber visto en una fotografía este pequeño caserío encaramado sobre el mar.

 

 

 

FUTURO IMPERFECTO

 

   Se posó en uno de los cables del tendido eléctrico antes de que comenzara a caer el sol, plegó las alas e inclinó el pescuezo hacia la terraza, ahuecando el negro plumaje que lo cubría, parpadeando. Aquella tarde apenas soplaba la brisa y oteó el panorama que desde lo alto se le ofrecía: el de siempre, sólo que con una nitidez desacostumbrada. La mujer aún no había ocupado la silla, ni siquiera había salido de la vivienda, pero no vio en ese retraso motivo de preocupación, porque, aunque en escasas ocasiones, ya había ocurrido antes. De modo que contempló los asientos vacíos y la terraza desierta, los enormes pinos en el jardín que circundaba la casa, y las demás villas y sus parcelas asentadas en los bancales entre barrancos, y los terrenos balutos que separaban aquel arrabal de la ciudad que se extendía junto al océano en que acababa la isla, y siguiendo hacia el sur la línea de la costa divisó el acantilado donde tenía su morada, tras el cual el sol se iba ocultando, antes de que el cielo enrojeciera por encima de sus riscos.

 

   Percibió enseguida la actividad en la terraza, desde el momento en que uno de los batientes de la cristalera se abrió. Vio abajo a la mujer salir a la luz de la tarde y avanzar con su paso cansino hacia la silla, radiante su vestido, luminosas sus joyas. Distinguió en sus manos el balayo repleto.

 

   Esperó a que la mujer se sentara, con el cuerpo tenso en el alambre; sesgado sobre la terraza, escudriñó todos los movimientos de la mujer conocida. Los comprobaba. La anciana colocaba la cesta sobre la mesa y descubría, levantando una por una las cuatro puntas del paño, el pan; tomaba con cuidado una de las barras, y antes de comenzar a desmigajarla, recta contra el respaldo, miraba hacia arriba. Lo hacía en ese instante, nunca antes, ni nunca comenzaba a deshacer el pan sin asegurarse de que la graja estuviera aguardando. Entonces procuraba invalidar el temblor de sus manos y partir con sus exhaustos dedos pedazos iguales, pequeños, para que el ave pudiera cogerlos con el pico rojizo. Los iba depositando en su regazo, y sólo cuando había desmenuzado todas las piezas, los arrojaba al suelo. Uno por uno; con lanzamientos en que reunía todas sus fuerzas para que cayeran a una distancia que no amedrentase a la graja. Cuando el animal bajaba, la anciana suspiraba y se recostaba en el asiento, sin limpiar de migas el traje, y disfrutaba de su presencia inaudita sobre las baldosas y para sí oponía el picotear primigenio del ave a los afanes grotescos y arbitrarios que habitaban la ciudad atrabancada en los llanos de la costa, allá abajo, más abajo de los pinos, de su jardín y de su casa, detrás del territorio de nadie y de nada que resguardaba su propio territorio.

 

   Cuando el animal terminaba de alimentarse y se alejaba hacia la enorme silueta ya oscura de los acantilados, la anciana sacudía por fin las migas y recuperaba toda su vejez, pero permanecía un poco más sentada, para dar tiempo a que el hombre se retirase de detrás de la cortina y se acomodara en algún sillón, simulando no haber estado observándola; sin embargo, aquella tarde ni siquiera se sacude las migas.

 

   El anciano abre el mismo batiente de la cristalera y aprecia la calidad de la tarde. Se adentra en la terraza ayudándose de un sobrio bastón y llevando en la otra mano un balayo lleno de pan, que deja sobre la mesa, junto a la silla. Se llega hasta la baranda y mira hacia abajo, hacia la ciudad cuya avidez es contenida por la región yerma y aparece tranquilizada e inocente, como si no se hubiera tragado lo mejor de su vida. Pero no siente resentimiento al acecho en ningún pliegue de su traje, no aunque parte de la ciudad se encuentre dentro de la casa, fisgando detrás de las cortinas, formalizando el protocolo fúnebre, pretendiendo mitigar su dolor, suponiéndolo melancólico y lacerado. Prescinde de esa presencia próxima de la ciudad, y busca entre las construcciones alejadas aquélla de cuyo recuerdo no puede liberarse, aquélla donde toda la ciudad cabe, pero no la localiza, no distingue los cipreses ni las tumbas y sabe que tal sucede porque la anciana no está allí. Se sienta con la espalda recta contra el respaldo de la silla y destapa las barras de pan, levantando una por una las cuatro puntas del paño; saca con cuidado una de las barras de pan y alza la vista para asegurarse de que la graja espera, anclada en las alturas. Sólo cuando la descubre empieza a desmigajar el pan. Acumula con lentitud, porque sus manos flaquean, los pedazos en el seno de su pantalón, y cuando ha deshecho todas las piezas, las aventa con cierta dificultad lejos, sobre las baldosas de la terraza. Ve a la graja descender, y por un momento se le antoja que su envergadura abarca las copas de los pinos, pero el ave sigue descendiendo y enseguida picotea las migas. Luego ve a la graja emprender el vuelo hacia el acantilado donde mora, donde yace la anciana, adonde él mismo irá.


Lo que queda en el aire


ANGÉLICA

 

   El café estaba delicioso; sin embargo, un regusto amargo se derramaba por el borde de las tacitas de finísima porcelana, como un numen malicioso que se asomara al brocal de algún pozo del destino. Esta ilusión impidió a Angélica escuchar lo que decía Dunia y a ella misma le impedía hablar, y también ver el afán de Natán en el jardín. Era un día primaveral, tan distinto a abriles anteriores, pues el invierno se había retirado pronto ese año, y las dalias auguraban, ya desde marzo, una explosión anticipada de colores. Durante el invierno, Natán había tenido que afanarse para sincronizar su trabajo con el apremio de la climatología, y a la vista estaban sus resultados. Debido a la sensación de incomodidad producida por el sabor del café, Angélica se mostraba melancólica aquella mañana. Jaime, días atrás, le había dicho que esta primavera anticipada la estaba rejuveneciendo, y aunque desde hacía tiempo era opaca a cualquier requiebro de su marido, en esta ocasión la había puesto de un mal humor que llevaba arrastrando varios días. Lamentaba no estar pisando las baldosas descalza, pues había tenido que calzarse después de que Natán marchara al jardín, en espera de Dunia: su visita se había ido convirtiendo en una liturgia matinal desde la muerte de Peluso. 

 

 

LA IZQUIERDA DE PACÓN

 

   Cuando vinieron a detenerlo, no estaba allí, me contó el Pacón una tarde.

 

   «Me escondí en el monte en cuanto descubrí lo que habían hecho en el letrero. Sabía que vendrían a por mí», me dijo; su voz sonaba, como siempre, atosigada por la ronquera. «Nadie del pueblo me delató, y la Guardia Civil pronto dejó de buscarme. Debieron pensar que ya no valía la pena gastar fuerzas en mí».

 

   Se detuvo para masticar un pedazo del ñame con azúcar que le acababa de ofrecer. Se arrellanó en la única silla de la habitación y apoyó sus escasas espaldas en el respaldo; estaba desvencijada y a todas luces era incómoda, pero su rostro reflejaba placidez. Yo lo escuchaba, no muy lejos de él, sentado en un banquito bajo, con la espalda apoyada en la pared. Todo estaba muy limpio. Eso me sorprendió cuando entré en su casa por primera vez, la limpieza inesperada que impregnaba todo: el mobiliario destartalado, el piso de lajas irregulares y las paredes desconchadas. Había algo aún más sorprendente: junto a una mesa de tablas toscas, el Pacón se veía chico e indefenso.

 

   Porque los niños del pueblo lo teníamos por gigante. Incluso la tarde en que le perdí el miedo, apenas un año después de la escena de los gritos ante el maestro, lo había visto como un hombre corpulento y terrible que merodeaba por las calles del pueblo, buscando donde cometer sus maldades.